La zarpa del capital abarca ya el mundo, nada escapa a su saqueo. Triturando valores y tradiciones dejó solo el culto al beneficio, su dios de papel. Y este quiere siempre más.
Guerras terribles estallarán contra aquellos países cuyas megaempresas estatales constituyen bolsas de capital independiente, en pugna por los menguantes recursos.
Y cada vez más estados fallidos, nuevos campos de batalla. En los otros asoma sus dientes el estado policial tras el ligero barniz de democracia. Muerte y control, el plan sigue.
A esto ha llevado la globalización: el Mercado domina sobre los gobiernos, pues puede aplastar un país negándole el crédito o atacando al precio de sus productos y a su moneda.
La fiebre consumista hizo de la aldea global una ruina. Materias primas agotadas, agua y aire emponzoñados. Las especies extinguiéndose a un ritmo brutal, sustituidas por monstruosos monocultivos y granjas que fabrican cadáveres. El camino al precipicio, y nadie paró.
Nadie se encargó de globalizar lo más vital: los valores, el hermanamiento entre pueblos y el de estos con el medio ambiente. Una ética ecológica para cuidar la casa de todos.
La nueva dimensión tecnológica exigía una visión más amplia. Dejar de tratar la naturaleza como proveedora ilimitada o como hacienda a administrar: estaba antes que nosotros y estará después. Comprender que cada ser vivo tiene un valor por sí mismo que va mucho más allá de su utilidad para nosotros. Proteger su riqueza y su diversidad.
Como parte racional y consciente de esa naturaleza, nuestra obligación era asociarnos con ella para preservar su valor. En cambio ¿qué hemos hecho? ¡Qué hemos hecho!
La catástrofe medioambiental es ya inevitable. Toca trabajar por el futuro, por los que sobrevivan. Es hora de combatir no solo al monstruo externo: también al interno del egoísmo que nos enferma. Y el arma ha de ser la educación.
El despierto tendrá que imaginar una nueva civilización, sembrar sus semillas en los corazones de la gente. Y sacrificarse si es necesario para que, quizá, surja algún día.
Pregúntate: ¿Qué tipo de civilización podría sobrevivir teniendo tecnología capaz de destruir el mundo?
Por lógica, en esa civilización cada individuo o grupo pondría el interés global muy por encima del suyo particular.
Las leyes serían innecesarias ante la conciencia de cada uno. Nadie se preocuparía de ‘tener cosas’ (¿acaso alguien es dueño de algo?) sino de aportar a los demás. Lo valioso sería el conocimiento y amor que uno demuestra.
Ellos comprenderían que la naturaleza es mucho más importante que la misma humanidad, a la que da sentido. Que el progreso no es tanto acumular logros tecnológicos y materiales como aumentar los valores morales.
Que la vida sencilla, la vida natural, es la buena vida. Que solo somos células del gran organismo que es la Tierra.
...y la Tierra dejaría sobrevivir a esa humanidad. Una humanidad así tendría derecho a pisar las estrellas.
Arderá la civilización del mercado, todo se vendió. Si ha de llegar una nueva Era será con otra ética: altruista, global, ecológica.